
Hablar de manera apropiada, entender lo que se
escucha o lo que se lee, expresar de forma adecuada las ideas, los sentimientos
o las fantasías, saber cómo se construye una noticia o un anuncio, saber
argumentar, persuadir y convencer, escribir un informe o resumir un texto: he
aquí algunas de las cosas que las personas hacemos habitualmente con las cuatro
palabras en las diversas situaciones de la comunicación humana y con distintas
finalidades.
Concebir la educación como un aprendizaje de la
comunicación exige entender el aula como un escenario comunicativo, donde los estudiantes
cooperan en la construcción del sentido y donde se crean y se recrean textos de
la más diversa índole e intención.
Imaginar la educación como un aprendizaje de la
comunicación supone contribuir desde las aulas al dominio de las destrezas
comunicativas más habituales en la vida de las personas (hablar y escuchar,
leer, entender y escribir) y favorecer, en la medida de lo posible, la
adquisición y el desarrollo de los conocimientos, de las habilidades y de las
actitudes que hacen posible la competencia comunicativa de las personas. Esta
competencia es entendida, desde la antigua retórica hasta las actuales
indagaciones sociolingüísticas y pragmáticas, como la capacidad cultural de las
personas, para expresar y comprender enunciados adecuados a intenciones
diversas en las diferentes situaciones y contextos de la comunicación humana.
Pero no basta con proclamar los objetivos comunicativos de la educación
lingüística durante la infancia y la adolescencia.
Es necesario adecuar los contenidos escolares,
las formas de la interacción en el aula, los métodos de enseñanza y las tareas
del aprendizaje de forma que hagan posible que los estudiantes y las alumnas
puedan poner en juego los procedimientos expresivos y comprensivos que
caracterizan los intercambios comunicativos entre las personas.
Y es justo reconocer que, casi siempre, entre
el deseo y la realidad, entre los fines que se dicen y las cosas que se hacen
en las aulas, se abre a menudo un abismo. Porque, si en las intenciones unos y
otros estamos de acuerdo, basta con asomarse a los manuales escolares más
habituales en la enseñanza primaria o a los libros de texto más usados en la
educación secundaria para comprobar cómo con frecuencia en las clases se dedica
un tiempo casi absoluto al conocimiento del sistema fonológico de la lengua, al
estudio de la morfología de las palabras, al análisis sintáctico de las
oraciones, a la corrección ortográfica y al estudio de la historia canónica de
la literatura en detrimento de las actividades relacionadas con el uso
expresivo y comprensivo de las personas.
En consecuencia, el aprendizaje de los estudiantes
se orienta al conocimiento, con frecuencia efímero, de un conjunto de conceptos
gramaticales y de saberes, cuyo sentido a sus ojos comienza y acaba en su
utilidad para superar con fortuna los diversos obstáculos académicos. Y las clases
se convierten así en un espeso boscaje de destrezas de disección gramatical o
sintáctica vestidas con el ropaje de la penúltima modernidad, mientras en las
aulas casi nunca se habla, mientras en las aulas casi nunca se enseña que los
textos tienen una textura y una contextura y que es en el uso donde es posible
atribuir sentido a lo que decimos cuando al decir hacemos cosas con las palabras.
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